No íbamos buscando nada. Solo dar una vuelta por La Maquinista, mirar escaparates, tomar algo. Pero algo cambió cuando entramos en aquella tienda. Fue su mirada la que me atrapó. Estaba de espaldas, probándose un vestido frente a un espejo del pasillo. Rubén me susurró algo al oído, no recuerdo qué... porque en ese instante, ella se giró. Y sonrió. No con la típica sonrisa educada. No. Fue una sonrisa que me desnudó sin pedirme permiso.
—Te queda increíble… —le dije, casi en un susurro.
Ella giró la cabeza con calma, como si esperara ese comentario. Su mirada bajó de mis ojos a mis labios y luego a Rubén, que se había detenido un paso atrás, observando en silencio. Él lo entendió todo sin palabras. Me encanta cuando lo hace.
—¿Queréis ayudarme a decidir? —preguntó ella, juguetona, sosteniendo otro vestido en la mano—. Me cuesta decidirme sola…
Nos miramos los tres por una décima de segundo. De esas que parecen minutos. Y entonces ella sonrió de nuevo.
—Los probadores están al fondo. Si me dais una opinión sincera…
Caminó delante de nosotros, sin esperar respuesta, con un vaivén de caderas que parecía coreografiado. Y allí fuimos, como dos imanes atraídos por el misterio. Como si el día, de repente, nos hubiese regalado una fantasía.
El pasillo de los probadores estaba casi vacío. Solo se oía la música suave de la tienda y algún perchero rechinando a lo lejos. Ella entró en uno de los cubículos grandes y dejó la cortina ligeramente abierta, como una invitación silenciosa. Nos miró por encima del hombro y, con una media sonrisa, dijo:
—Ponedme nota, ¿eh?
Se deslizó el vestido negro por los hombros con una lentitud casi cruel. Lo dejó caer hasta la cintura, revelando una espalda desnuda y una lencería de encaje rojo que contrastaba con su piel. Me mordí el labio sin darme cuenta. Rubén se colocó a mi lado, y su mano rozó la mía con complicidad. Sabía lo que estaba pensando. Porque yo también lo pensaba.
Ella se giró, aún con el vestido medio puesto. Sus ojos brillaban con esa mezcla perfecta de descaro y deseo contenido.
—¿Os gusta este... o queréis que pruebe el otro?
—Prueba el otro —dije yo, sintiendo el calor subirme por el cuello—. Pero si necesitas ayuda con la cremallera…
Ella soltó una risa corta, suave. Luego, sin dejar de mirarme, empezó a desabrochar el vestido por detrás. Uno a uno, los dedos fueron soltando la tela hasta que el vestido cayó al suelo. Se quedó en ropa interior, ahí mismo, como si nada. Como si fuera lo más natural del mundo tener a una pareja observando cada curva de su cuerpo con ojos llenos de deseo.
—Creo que necesitaré... una opinión muy sincera —susurró mientras cogía el otro vestido y se lo pasaba por la cabeza. Sus movimientos eran lentos, sensuales, sabiendo exactamente el efecto que provocaba.
Rubén me rodeó la cintura con el brazo, su boca se acercó a mi oído.
—Está jugando con fuego…
—Lo sé —respondí, sin apartar la vista de ella—. Y yo estoy deseando quemarme.
Ella se colocó el segundo vestido, uno más ceñido, con una abertura lateral que dejaba entrever la curva de su muslo. Pero no terminó de subírselo del todo. Se giró hacia mí, aún con los tirantes bajados, y me miró con descaro.
—¿Me ayudas? —me preguntó, dándome la espalda.
Entré en el probador sin pensarlo. La cortina quedó entreabierta. Rubén se quedó fuera, apoyado en la pared, sin perder detalle. Sabía que yo no iba a tardar.
Mis dedos tocaron su piel caliente, suave, mientras subía lentamente la cremallera. Pero me detuve antes de llegar arriba. Mi boca rozó su nuca sin querer. O quizá sí.
Ella se estremeció.
—No estás siendo muy objetiva —dijo en un suspiro.
—Ni tú muy inocente…
Me giró suavemente hacia ella. Sus labios rozaron los míos, apenas un segundo. Una provocación. Un anticipo.
—¿Y si no me decido por ninguno de los dos?Mi mano bajó por su cintura hasta apoyarse en su cadera. Sentí su respiración acelerarse, su cuerpo responder al contacto. Nuestros labios se encontraron, esta vez sin disimulos. Fue un beso lento, húmedo, lleno de esa electricidad que recorre la columna vertebral.
Rubén entró en silencio. Ella lo miró por encima de mi hombro sin soltarme.
—¿Y tú? ¿También quieres darme tu opinión?
Él no contestó. Se acercó, la acarició por la cintura mientras nuestros cuerpos se fundían más. Su boca encontró su cuello, mientras yo volvía a besarla, esta vez con hambre. Su piel se erizaba bajo nuestras manos. El vestido acabó deslizándose de nuevo, sin resistencia. La lencería ya no cubría... ocultaba deseos que ahora pedían libertad.
El vestido cayó a sus pies como un suspiro rendido. Y ella, con ese cuerpo que parecía esculpido para el pecado, se dejó acariciar sin reservas. Rubén, detrás de ella, le desabrochó el sujetador con la calma de quien disfruta cada segundo. Yo lo recibí entre mis dedos, mientras sus pechos quedaban al descubierto ante mis ojos.
Tenía los pezones duros, hambrientos. Me incliné para besar uno, mientras mi mano acariciaba el otro con la yema de los dedos. Ella soltó un gemido apenas contenido, el tipo de sonido que provoca que todo el cuerpo se te encienda.
Rubén le acariciaba el vientre, descendiendo lentamente hasta rozar la cinturilla de su tanga rojo. Su otra mano recorría sus costados, su cuello, su cintura, como si dibujara con fuego. La vi cerrar los ojos, entregándose a nuestras caricias como si estuviera flotando.
Yo bajé lentamente, besando su vientre, oliendo el perfume de su piel mezclado con ese aroma inconfundible de excitación. Acaricié el interior de sus muslos, suaves, cálidos, hasta que noté cómo se abrían, invitándome. El tanga ya estaba húmedo. Lo aparté con delicadeza, y entonces lamí, suave, lento, solo una vez. Ella tembló.
Rubén le susurró algo al oído, mientras su mano se deslizaba entre sus piernas desde atrás, buscando ese punto donde placer y locura se encuentran. Ella jadeaba, con mi lengua en su clítoris y sus caderas moviéndose al ritmo de nuestros cuerpos.
Nos turnamos. Jugamos con ella como si fuera nuestro secreto mejor guardado. Mis dedos la acariciaban por dentro mientras Rubén la besaba, la mordía, la empujaba suavemente contra la pared del probador. Ella se sostenía apenas, rendida, gimiendo nuestros nombres sin orden ni control.Cuando Rubén la penetró desde atrás, ella lanzó un gemido ahogado que rebotó entre las paredes del cubículo. La sujeté por delante, besando sus labios, su cuello, sus pechos, mientras él marcaba un ritmo lento pero firme, haciéndola vibrar entera. Sus uñas se clavaron en mi espalda.
—Seguid... —murmuró entre jadeos—. No paréis...
Y no lo hicimos.
Allí, entre telas colgadas y luces frías, creamos nuestro propio universo. Un momento fuera del tiempo. Donde el deseo lo llenaba todo.