Un relato de iniciación BDSM, dominación compartida y entrega total
La casa estaba lista. Las luces suaves, las velas encendidas, la música acariciando el ambiente con un pulso lento, casi hipnótico. Sobre la mesa auxiliar: una fusta corta, un plug, cuerdas de seda roja, un collar con anilla, pinzas... y una copa de vino tinto a medio llenar.
Tú —elegante, dominante, firme como siempre— estabas sentado en el sillón con las piernas abiertas, observando la puerta con calma. Júlia —Macarelleta— te acompañaba como siempre: impecable, segura, y con esa mirada que mezcla hambre con complicidad.
Cuando Salma llamó al timbre, el silencio se cargó de electricidad.
Vestía como le habíamos pedido: un vestido negro sobrio, ligeramente escotado, y lencería sencilla, negra, básica. Nada ostentoso. La sumisión no necesita brillos, solo actitud. Sus ojos mostraban nervios. Su cuerpo, deseo.
—Adelante, perrita —dijiste con voz grave.
Ella entró, y la puerta se cerró con un clic que sonó a ritual.
Júlia le ofreció una copa, le acarició el cuello, y la invitó a sentarse.
No pasó mucho tiempo hasta que te pusiste en pie, rodeándola como un lobo elegante. Te detuviste detrás de ella. Inclinaste tu rostro hacia su oído.
—De rodillas.
Y obedeció.
Allí empezó el juego.
Sumisión guiada
La desnudamos entre los dos. Con calma. Con tacto. Con deseo. Júlia fue la primera en rozar sus pechos con la lengua, en jugar con sus pezones mientras tú le tomabas las muñecas y las atabas con precisión. El bondage era ligero, pero simbólico: la rendición había comenzado.
La colocaste sobre el diván, a cuatro patas. Acariciaste su trasero con la palma abierta. Luego, el primer azote.
Ella jadeó.
—Cuenta, perrita.
—U-uno…
Otro. Esta vez más firme. La piel empezaba a enrojecer, y su humedad a notarse.
Júlia la besaba entre los muslos entre azote y azote. Su lengua acariciaba lento. Tú marcabas el ritmo con las órdenes. Ella… obedecía.
Y entonces, Júlia se colocó a horcajadas sobre su espalda, presionando su cuerpo contra el de Salma, sujetándola por el cabello y susurrándole al oído:
—Si te corres sin permiso… volverás a empezar desde cero.
Entre saliva, piel y obediencia
Le quitaste la mordaza para que pudiera respirar más hondo. Júlia se tumbó frente a ella, piernas abiertas, mirándola sin decir nada. Solo señalando su entrepierna con el dedo.
—Lámela como si te fuera la vida en ello —dijiste tú, bajando los pantalones, sin quitarle los ojos de encima.
Salma se inclinó. Y comenzó a obedecer con la lengua.
Júlia gemía. Tú los mirabas. Masturbándote con calma, disfrutando del poder, del momento.
Te acercaste. Y escupiste. Un hilo de saliva cayó sobre el culo de Salma. Luego sobre su espalda. Júlia lo extendió con la mano. Lo frotó contra su piel. La marcó con los dedos. Con la boca.
—Buena perra… —susurraste, mientras colocabas tus dedos dentro de ella, poco a poco, profundos, mientras seguía con la boca ocupada.
La hizo correrse con la cara entre los muslos de Júlia, con tus dedos en su interior y el cuerpo temblando como hoja en otoño.
Gritó. Y tú la tapaste con la mano en la boca, mirándola directo a los ojos.
—No has pedido permiso.
Pero su gemido fue tan intenso que hasta tú tuviste que contenerte para no rendirte.
La mañana siguiente
La encontramos dormida sobre la cama, desnuda, entre las cuerdas aún flojas.
Te acercaste. Le acariciaste el rostro. Le susurraste al oído:
—Despierta, perrita. Es hora de desayunar.
La llevamos al comedor. Júlia trajo las fresas. Tú, el café. Salma, en la mesa, atada. Piernas abiertas. Una fresa entre los labios. Otra en su vientre. Nata entre los pechos.
Júlia se inclinó y la lamió como si fuera un postre exclusivo. Tú bebías café. Mirabas. Tocabas.
Y cuando la soltaste, solo un poco, la hiciste arrodillarse frente a ti.
Ella abrió la boca sin pedirlo.
Y tú, Alfa… le diste la recompensa que se había ganado.
🖋️ Epílogo
Horas después, ya vestida, pero con las marcas en la piel y el temblor aún en las piernas, Salma os miró a los dos.
—Gracias… por hacerme sentir… tan vuestra.
Tú la besaste en la frente. Júlia en la boca.
—Y esto… —dijiste, mientras le colocabas el collar c
on la anilla— esto solo fue una noche.
Porque las perritas fieles… merecen un entrenamiento largo.
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